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Me ocupo de Verne

 
 

 
 Francisco Bermúdez Guerra

 
 

 
 
Introducirnos en recuerdos de la niñez, de la adolescencia, ir con la memoria al pasado que nos acompaña, volver a los recuerdos, en nuestra máquina del tiempo interna. A veces no sabemos si esos recuerdos ocurrieron o no, pero es lo que nos queda del pasado en la mente. La memoria: la que nos hace ser quienes somos. Y recordamos con nostalgia, con alegría, con tristeza, con sentimentalismos, porque esas emociones también nos han hecho. Buscar en nuestras primeras lecturas, en aquellas lecturas que nos llevaron a mundos lejanos, imaginarios, fantasiosos, extraños, porque cuando niños sólo buscábamos eso: viajar. Para negar nuestra angustia, nuestro miedo al mundo que se nos estaba presentando; al mundo que poco a poco nos introducían para, según decían los mayores, poder vivir en él de manera decorosa, supervivir. Allí aparecen los recuerdos mezclados con historias y fantasías que nos contaron, que leímos o que imaginamos. No importa la fuente. Lo que realmente nos interesaba era viajar, sobre todo hacia dentro de nosotros mismos, para descubrir quiénes éramos y por qué estábamos allí, en ese mundo de reglas, de competencia, de dolor, de placer, de colores, de sabores, de sentidos. En esos primeros recuerdos nos acompañan nuestras primeras lecturas, nuestra primera aproximación a una realidad paralela que también hace parte de la realidad material. Extraño para nosotros, ¿era lícito imaginar? ¿Era posible fantasear? Y nos respondieron que sí, que éramos niños, pero lo que no nos dijeron era que iniciarnos en esas realidades paralelas nos iba a llevar toda la vida y que de pronto jamás saldríamos de allí. Por eso nos encontramos con algo maravilloso y excéntrico: a los niños se les exigía aprender a soñar en serio, a viajar en nuestra imaginación de las manos de quienes lo habían hecho como oficio o como hobbies. Que había maestros que imaginaban o imaginarios profesionales o, mejor dicho, imaginadores de realidades paralelas que lo hacían en serio, siguiendo una de las reglas del mundo: disciplina, constancia, utilidad ¡Qué cosa más extraña! ¿Quiénes eran? ¿Quiénes era aquellos imaginadores de realidades paralelas en un mundo que ama la realidad? Eran escritores, algunos. Otros soñaban de otras maneras: con los colores, con las formas, con los sonidos. Estos soñaban con la construcción de dimensiones que nacían y morían en la mente que quienes absorbían sus códigos, sus mecanismos de transmisión. Uno de aquellos era Julio Verne. 

 
 

En pleno paso de la niñez a la preadolescencia aparecía este nombre. En el programa obligatorio de las clases de español. Y era requerido introducirse, zambullirse en su mundo, sin salvavidas, sin guías, sin normas, pero eso sí: había que leerlo, había que descifrar sus códigos. Qué grato para un niño que nunca ha visto el mar soñar con un submarino, y qué emocionante visualizar islas lejanas, cálidas y peligrosas con habitantes de razas jamás conocidas, cuando sólo se ha vivido en la planicie de una montaña fría y paramuna. Qué belleza, qué rareza. Así apareció el francés Julio Verne en nuestras vidas de alta niñez y baja adolescencia. Qué influencia tuvo sobre nosotros. Eso está por verse. Tal vez alguna o ninguna, o simplemente fue una anécdota que queda registrada en nuestro archivo del pasado como: incidente menor.  

 
 

Oh, qué gracia la que me hace recordar aquello, porque lo doloroso se debe recordar con una anestesia emocional para poder soportar la carga de la memoria. ¿Y por qué doloroso? No tiene nada de doloroso evocar al grande de la fantasía de viajes y de aventuras, pero, probablemente por eso escribo este instrumento, porque sí que hay dolor, pero para poder evocar, como ya dije, sonreímos, porque eso también lo aprendimos del mundo: reír, para acomodarnos a lo doloroso del mundo. Lo enseñaron gurús, o nuestros amigos, o nuestros padres. Sonreír es la mejor arma contra la dureza de lo que nos toca vivir. ¿Y por qué Verne evocaría dolor? Porque nos lo impusieron, nos lo convirtieron en otro requisito del mundo, en otra regla a cumplir, a acatar. Tal vez por eso, años después estudié Derecho, porque quería de una vez por todas saber todas y cada una de las reglas, porque tenía ansiedad de comprender el mundo, y pensaba que el Derecho lo explicaría todo. Según leí, Verne también tuvo ese contacto con las leyes y con las reglas, como otros escritores. También deseaba comprender de una vez y definitivamente la realidad a través de sus parámetros. Sin embargo, paradójicamente, ni él -Verne- ni yo, comprendimos el mundo por el Derecho, o a través de él, y tal vez por eso escribió, para entenderlo mejor, o de otra forma. Después de unos años no nos conformamos con la descripción del mundo que nos enseñan y los fantaseadores tratan de crear su propia versión del porqué del mundo a través de lo irreal, de lo no materializado. Verne me asustas, porque eras más profeta que imaginador. Era profeta. Visualizó un viaje a la luz que aparece en la noche en la Tierra, blanca y fría. Un viaje a la luz que nos intriga. La Luna, qué grande Verne. Y aquí viene mi dolor: ¿Por qué no leí ese libro ahora que soy grande, mayor? ¿Por qué debo evocar el pasado cuando me refiero a esa profecía del futuro que se hizo en el transcurso del siglo XIX? 

 
 

A eso viene el dolor, no el placer. También hay otra regla en el mundo: que el dolor se puede volver placer si se trata con cuidado y con inteligencia. Una regla que sólo los maestros de la realidad o de la irrealidad entienden. Una alquimia de las sensaciones. Como de psicólogo: alquimistas de las emociones y de las sensaciones, que están ligadas a la mente. Porque toda sensación está en el cerebro, o en la mente. Aunque otros dirán que una cosa no corresponde con la otra. Y por eso quiero leer a Verne cuando soy mayor, en la mitad de la vida, cuando ya no soy niño, ni adolescente, ni maduro, sino pisando la edad que se presenta ante al último acto de la vida: la vejez. La que nos asusta, porque después de la vejez está la salida, la salida del mundo: otra regla. No hablar de la extinción, de la muerte.  

 
 

Verne ya murió, hace más de un siglo. Dejó sus códigos en clave, sus historias, sus fantasías, sus profecías, sus visiones. Y nos dijeron que lo teníamos que leer, porque deber y tener son los verbos de las reglas. Otra regla, y para los niños las reglas simbolizaban entrar en lo desconocido del mundo que explorábamos apenas, y eso da miedo. Una contradicción: un mundo que no existe debe ser explorado desde las reglas del mundo que sí existe. Tal vez por eso esa amarga sensación. Amarga sensación leer a Verne desde lo que nos daba miedo, y por eso, ese miedo echó a perder un gozo, el gozo de leer un profeta, un imaginador, un loco -porque todos los artistas tienen algo de poco cuerdos- para compenetrarlo desde lo real. Allí hay una frustración que salta a la vista cuando visitamos las librerías y nos encontramos con un incómodo amigo de infancia: Verne. Saltamos con nuestros ojos hacia sus libros, que se ha vuelto atractivos por sus ediciones que rememoran los libros de antaño. ¿A qué amigo del dolor ajeno se le ocurrió eso? Editar al imaginador francés como una evocación del pasado, con artículos que no se construyen en la actualidad con esos modelos. Interesante, aunque más doloroso, porque induce a la curiosidad, induce a volver. Quiero esa edición y no otra: mago; no era un amigo del dolor -aunque tal vez sí-, era un mago, un mago al que se le ocurrió lo que nos pasa a muchos, a algunos, a todos en la infancia: querer volver al pasado y leer a Verne en esas ediciones que se mueven como máquinas del tiempo portables en papel y cartón. Sí magos, como lo fue Verne, como dicen algunos con su Sociedad de la Niebla. Quizá es el mismo Verne el que inspiró a esos iniciados de la niebla en la industria del objeto que traspasa códigos de manera eficaz a mentes y cerebros en todos los tiempos y en todos los espacios, sin necesitar electricidad: algo original. Tal vez por eso Verne escribía, porque quería demostrarnos que se puede imaginar, viajar, sin lo actual, sin lo que hoy llamamos moderno. 

 
 

Mi dolor queda reflejado espero yo, quizá sin éxito, pero, al menos hice el esfuerzo, como lo hizo el francés profeta visionario de comunicar lo que no existe, lo que podría existir o que seguramente existiría años después de pasar por este mundo de reglas, de sensaciones, de emociones. El placer queda reducido a volver a Verne, lo cual será materia de otra innecesaria reflexión, y digo innecesaria porque no ha sido pedida, o de pronto sí. El submarino, el globo, el cohete quieren despegar de nuevo bajo otras reglas, para que los que se inician en el mundo puedan ya no sentir dolor, sino placer, de leer a Verne. Porque él quiso, sin lugar a dudas, causar lo segundo y no lo primero. Tal vez un alquimista de las sensaciones, de aquellos que influyen en las decisiones de esa actividad llamada educación, hubiera sentido eso mismo, y haya dicho: a Verne lo leen como diversión, no como un deber más del mundo que construimos con otra imaginería: la de las reglas.  

 
 

Mayo 30 de 2023, en Bogotá. 

 
 

* Abogado, profesor, escritor, bloguero, filántropo, crítico de cine, youtuber, amigo de la naturaleza, impulsor del sistema humano de cooperación. @fbermudezg 

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